Salí con una bola de esas que te suben por la garganta cuando alguien te trata mal. La bola estaba ahí. La sostuve unos metros mientras me alejaba de la puerta para evitar todo tipo de exposición inadecuada. Escupí la bola como gato que escupe pelo y pensé: a la mierda, me compro algo. Claramente la mejor decisión no fue una bikinie. No voy a dar detalles, pero un plan que incluye probador, luz calurosa, vendedora ansiosa por ver cómo te queda, demasiada poca tela para cubrir las extensiones de mi piel, y reiterados espejos que toman mi figura desde desconocidos ángulos; todo esto, no puede terminar bien.
Abandoné la búsqueda de la prenda ideal y decidí caminar mil cuadras, total, qué más da. Durante la caminata loca me encontré con un pollo al horno piernas abiertas tirado en la vereda. Lo miré un buen rato. No sé, ¿me lo llevo? me daba cosa, pobre pollo, patiabierto, panza arriba. Seguí caminando y por única vez en mi vida, y quizás última, reconocí a alguien adentro de un bar. Lo saludé. Ahí estaba él, peludo como lo recordaba, oh, cuánto pelo. Pero qué buen chico, mi amigo peludo
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